Montañas, sabores y recuerdos — Una celebración de la comida con gracia
Antes de que empiece oficialmente la temporada de encuentros, tuvimos el nuestro. Mis padres vinieron a visitarnos a Argentina, y la semana pasada viajamos a Mendoza: unos días de aventura, belleza y comidas compartidas que se sintieron como una celebración en sí misma.
Recorrimos las curvas de los Andes, vimos cómo la luz bailaba sobre el lago Potrerillos, y nos tomamos el tiempo para degustar vinos en bodegas bañadas por el sol. En Bodega La Azul, el menú de cinco pasos fue puro disfrute: huevo pochado, choripán, empanadas, carnes a la parrilla, y la crema de limón más suave, servida con helado. Un saxofonista tocaba mientras la gente bailaba entre bocados y sorbos—abundancia en todos los sentidos.
Después vino la Finca Minimal, una magia más tranquila. Una experiencia de campo, centrada en productos locales y platos para compartir. Probamos “bife” de sandía con maíz picante, pescado de río en una ensalada cítrica, una causa con portobellos que me recordó a mi amigo Yuri en Roatán, y una paella de conejo que me llevó de vuelta a España. Cada plato despertaba un recuerdo, cada bocado tejía un hilo en la historia de mi relación con la comida.
Ese viaje me recordó que celebrar no depende del calendario. Se trata de presencia. De sabor. De las personas alrededor de la mesa.
Y mientras se acercan las fiestas, me encuentro reflexionando sobre las muchas mesas que he conocido…
He celebrado la Navidad en tres países, bajo tres climas distintos, y cada uno dejó su huella.
En Canadá, la Navidad era fría y acogedora. La casa olía al guiso de patas de cerdo de mi abuela y a sus ‘’tourtières’’, y la mesa rebalsaba de picoteos—papas fritas, maníes, dulces escondidos en cada rincón. Mis favoritos eran los bombones de amaretto, ricos y aterciopelados, para comer despacio… o no. Los verdes eran escasos, la salsa de arándanos venía en lata, y el ritmo era indulgente, familiar, un poco caótico.
Después vino Roatán. Navidad en la playa, con amigos y familia persiguiendo un pavo en una isla caribeña. Algunos años nos rendíamos y terminábamos en buffets de hotel, riéndonos frente a platos de carnes misteriosas y postres tropicales. Era ruidoso, soleado, lleno de movimiento—niños descalzos, adultos con tragos, y el océano siempre cerca. No era tradicional, pero sí alegre.
Ahora, en Argentina, la Navidad llega con el calor del verano. Nos reunimos bajo el sauce para un largo asado, la parrilla chispeando con carnes y verduras. La mesa se llena de verdes frescos, tomates y vino bien frío. Es más lento, más espacioso. Los perros duermen a la sombra, las ovejas pastan cerca. No hay nieve ni relleno, pero hay una abundancia tranquila que se siente igual de festiva.
Después de todos estos años y todas estas mesas, hay algo que no cambia: la presión de “portarse bien” con la comida durante las fiestas. La culpa se cuela en cada porción de tarta, cada segundo plato, cada picoteo entre comidas. Y justo detrás, aparece la resolución de Año Nuevo—empezar de cero, comer sano, bajar de peso, arreglar lo que parece roto.
¿Y si no nos apuramos a arreglar?
¿Y si hacemos una pausa, respiramos, y nos damos gracia?
Las fiestas no son una prueba. Son una temporada. Un momento. Una oportunidad para reunirnos, saborear, recordar. Y la comida es parte de esa alegría—no algo que haya que temer o controlar.
En vez de contar calorías o planear una limpieza de enero, ¿y si nos enfocamos en estar presentes?
En el olor de las verduras asadas, el calor de una comida compartida, la textura de un postre favorito saboreado con calma. En las risas alrededor de la mesa, las historias entre bocados, y la satisfacción tranquila de sentirse nutrido.
El equilibrio no es perfección. Es elegir con cuidado, comer con intención, y dejar que la alegría forme parte de la receta.
La comida es solo una parte del ritmo festivo. Para sentirnos realmente nutridos, también necesitamos cuidar los espacios alrededor del plato—el sueño, el movimiento, la hidratación, el ritmo emocional.
Estos son algunos rituales que suelo retomar, especialmente en esta época:
• Dormir, el mejor aliado de la digestión
Las noches largas son festivas, pero el descanso es reparador. Intentá anclar tu sueño con pequeños rituales: una infusión tibia, un momento de calma, una hora sin pantallas. Tu cuerpo lo va a agradecer.
• Hidratación con intención
Sí, va a haber vino. Tal vez cócteles. Tal vez burbujas. Pero el alcohol no hidrata—así que equilibralo con agua, tés de hierbas o tragos cítricos durante el día. A mí me gusta tener una jarra cerca, solo para recordármelo.
• Movimiento suave, no castigo
Una caminata después de comer. Un estiramiento antes de dormir. Bailar mientras cocinás. El movimiento no tiene que ser intenso—solo tiene que sentirse bien. Que sea parte de la alegría, no una reacción a la culpa.
• Picoteá con presencia, festejá con alegría
Serví tus golosinas. Sentate. Saborealas. Y llegá a la comida con curiosidad, no con compensación. Que las texturas, los aromas y los sabores sean parte del ritual.
• Los verdes como celebración
Sumá verduras asadas, hierbas frescas o una ensalada vibrante a tu mesa—no como un “debería”, sino como una forma de aportar color, crocante y cuidado al festín.
A medida que la temporada se desacelera y el ritmo cambia, algunas personas sienten ganas de un nuevo comienzo—no por culpa, sino por cuidado. Si te da curiosidad una forma más personalizada de nutrirte, en el Año Nuevo voy a estar ofreciendo consultas de Metabolic Balance. No es una limpieza. No es una dieta. Es una manera de escuchar las necesidades únicas de tu cuerpo y construir un ritmo que se sienta sostenible. Cuando estés listo/a, va a ser un honor acompañarte en ese camino.
Ya sea que celebres con “tourtière” o con verdes de verano, este plato aporta equilibrio y brillo a cualquier mesa festiva. Es simple, sabroso y lleno de cuidado—como la temporada misma.
Repollitos de Bruselas glaseados con maple y nueces tostadas
Un guiño al invierno canadiense, con un toque nutritivo.
Ingredientes:
• 500 g de repollitos de Bruselas, limpios, cortados a la mitad y blanqueados
• 1 cda de aceite de oliva
• 1 cda de jarabe de arce (maple) puro
• 1 cdta de mostaza de Dijon
• Sal y pimienta a gusto
• ¼ taza de nueces tostadas (o pecanas)
• Opcional: un chorrito de vinagre de manzana para dar brillo
Preparación:
• Precalentar el horno a 200 °C.
Mezclar los repollitos con el aceite, sal y pimienta. Asar durante 20–25 minutos hasta que estén dorados.
En un bol pequeño, batir el jarabe de arce con la mostaza.
Verter el glaseado sobre los repollitos asados, agregar las nueces, y hornear 5 minutos más.
Servir tibio, con una pizca de sal en escamas si se desea.
Te deseo una temporada llena de sabor, recuerdos y gracia—donde sea que esté tu mesa.
Julie
